martes, 25 de septiembre de 2007

Los vecinos desechados de Valdemingómez

César es el presidente de la Asociación de Vecinos Francisco Álvarez, que pide a la Junta Municipal de Vallecas, a la que pertenecen, que haga su zona habitable

A las 10 de la mañana, las diferencias entre la Cañada Real Galiana y la calle Francisco Álvarez (junto al vertedero de Valdemingómez) son, sobre todo, visuales: en la Cañada hay una hilera continua de camiones, en Francisco Álvarez apenas hay tráfico; en la Cañada todavía están encendidas las farolas, en Francisco Álvarez no hay alumbrado público; en la Cañada, socabones de varios centímetros nacen, crecen, se reproducen y jamás mueren, en Francisco Álvarez no hay un mal asfalto del que quejarse: una pobre pista de tierra aplastada y un puñado de polvo.

Pero una diferencia resalta sobre todas las demás: en la Cañada yacen o se arrastran un montón de toxicómanos, mientras que en Francisco Álvarez, cinco metros a la derecha, no se ve a nadie tirado. "Aquí no hay porque de día los echamos los vecinos, pero por la noche esto es la boca de un lobo", explica César Cuesta, dueño del bar Conrado, en la calle Francisco Álvarez.

El bar tiene, desde finales de agosto, restringido el derecho de admisión y una puerta que sólo se abre cuando César da el visto bueno al visitante. "El mesón de Oviedo", justo al lado, no puede permitirse esos lujos: "Si yo echo a todos los yonquis que entran, me muero de hambre", se lamenta el gerente cubano del bar, quien envidia la suerte de César, cuya clientela consta, sobre todo, de empleados de los vertederos.

César Cuesta, además, es también presidente de la Asociación de Vecinos Francisco Álvarez, que, desde hace un año, persigue unas reivindicaciones sencillas: alumbrado público, asfaltado, alcantarillado y agua corriente. "Pedimos el derecho como ciudadano de cualquier calle de Madrid a tener los servicios básicos", resume César.

Los problemas de esta calle se han agravado progresivamente. En el 97, cuando el plan de urbanismo recalificó este lado de la vía, aislado por la M-50, como zona rústica no edificable, el área quedó condenada a la carestía de infraestructuras, perjudicando a las viviendas y naves que César dice que estaban ahí mucho antes: "Aquí hay gente que lleva vivendo 78 años", especifica, y su propio bar, abierto por sus padres, está allí hace 36 años.

Desde hace diez "pinchan" el agua ilegalmente de las tuberías de la incineradora, como hace todo el mundo, pues son la única fuente de agua corriente en la zona. César dice que quieren tener agua legal, ya que de esta manera es frecuente quedarse sin agua porque no llega la presión, pero "cuando llamamos al Canal [de Isabel II], nos dicen que hablemos con Samur Social y que nos den bolsas de agua", cuenta César, explicando que él no necesita el agua para beber, sino para el negocio.

Conquistados por toxicómanos
A las infra-estructuras se sumaron hace tres años las drogas, que encontraron un buen punto de venta en la Cañada y ahuyentaron al 50% de la clientela del Bar Conrado, de acuerdo a los cálculos personales de César: "Aquí hemos llegado a tener cuatro empleados aparte de mi madre y yo; ahora nos basta con una chica". Y la situación ha ido a peor desde que en verano se intensificó el desmantelamiento de las Barranquillas, pues sus particulares residentes se mudaron hasta aquí. "En agosto se ha incrementado un 200% -protesta César- y sabemos que esto se va a poner peor, porque nos lo ha dicho hasta la policía: en las Barranquillas todavía faltan chabolas por tirar".

Andar por la Cañada ahora da miedo y así lo siente Arancha Alonso, asistente técnico de la planta de biometanización de Las Dehesas, especialmente cuando le tocan las ventanillas del coche:
- ¿Y qué te dicen?
- No sé, no las abro, ni siquiera les miro.

A los lados de la Cañada hay tumbados, casi inconscientes, hombres y mujeres extremadamente delgados. Brazos lánguidos cuelgan inertes por las ventanillas de coches parados. En torno a una fogata en mitad de la calle, dos hombres se concentran en un trozo de papel de aluminio, mientras un tercero los mira sin aparentar verlos. Andando sin detenerse, no cuesta encontrarse varios coches a los lados de la carretera, con el parabrisas roto incluso, en cuyo interior los pasajeros extienden el brazo en una postura delatora.

Ante este panorama, César encuentra irónico que la multa por hacer botellón vaya de 300 a 15000 euros y sin embargo la policía le haya explicado en ocasiones por teléfono que el consumo de drogas no es ilegal, sólo la tenencia. La policía hace controles, pero César duda mucho de su utilidad: "Eso no soluciona nada. ¿Que paren a un tío que ha pillado 2 gramos y se lo quitan? Se va a Madrid, da el palo y viene a por más. Que paren al que vende, eso sí que soluciona".

Según César, los que venden allí son gitanos españoles, y un Audi TT reluciente o una amplia piscina en una de las "chabolas" sugieren que venden mucho. "Aquí la renta per cápita es más alta que en la Moraleja", asegura el dueño del bar Conrado, que dice haber visto cómo un camión descargaba cuatro BMW nuevecitos en el barrio.

César entiende que en algún sitio tienen que vender la droga y acepta con resignación que “ahora es aquí” y piensa que si las autoridades lo permiten es porque prefieren tenerlos en un núcleo donde estén controlados y no dispersos por Madrid. Pero con semejante remedio la zona de la Cañada empieza a ser inhabitable y la violencia no escala, viaja en ascensor: César comenta el secuestro reciente de dos chicas inglesas que tenían encerradas en la zona, otro de no hace mucho en que una familia rumana secuestró a una compatriota porque la querían casar su hijo, a él le apedrearon la puerta del bar hace diez días y hará cosa de un mes escuchaba tiros en la calle a las ocho de la mañana. “Esto es el Bronx”, hace la inevitable comparación uno de los vecinos.

Aislarse o emigrar
El único remedio que se les ocurre por ahora desde la asociación de vecinos es, aprovechando la construcción de un nuevo acceso al vertedero, pedir una salida a esa vía por la parte trasera de la calle y que les autoricen a construir una valla que les aisle físicamente de la Cañada. Pero mientras llega ésta o cualquier otra solución, los ánimos de los vecinos están cada vez más crispados y César ya habla de patrullas nocturnas: según él, los patrulleros no buscan a los drogadictos para apelearlos, pero si ven a alguien drogándose en la calle, lo echan. ¿Hasta dónde puede llegar esto? “Pff... No lo sabemos”, responde César sin mayor atisbo de esperanza.

A los clientes, poco a poco se van sumando los suministradores del bar Conrado: “Me han llamado los de las tartas, que ya no me sirven más, que aquí ya no entran”; el proveedor de Coca Cola ya le dijo a César que sólo le entrega el material a primera hora, que es cuando está todo algo más tranquilo, y que si no no se lo lleva, y el de los vinos también le ha avisado de que, de seguir así la cosa, tampoco vuelve.

Así pues, sólo queda la huída: el bar está en venta. Un local de 760 metros cuadrados que ofrece por 250.000 euros, “pero vamos, que si me dan 200.000 me voy también”. Según César, poco podría hacer con ese dinero (unos 33.200.000 pesetas), “pero me serviría para que mis padres tengan una jubilación digna, para que salgan de aquí”. En cualquier caso, no confía mucho en poder venderlo, porque “los gitanos no me van a comprar nada legal, y un inmigrante no me va a pagar 200.000 euros”.

Preguntado por una alternativa realista, César confiesa que sólo les queda esperar a que la zona se degrade tanto que aprueben un plan específico o que les expropien. Pero confía en que algún político dé con alguna salida: “Las cabezas pensantes son ellos. A los que yo voto son los que tienen que darme la solución -reivindica-. A nosotros sólo nos queda el recurso de la pataleta”.

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